Europa recuerda
Liliana Segre
«Supongo que todos tenemos miedo a la muerte. Sin duda alguna, yo prefiero la vida».
«Supongo que todos tenemos miedo a la muerte. Sin duda alguna, yo prefiero la vida».
Al rememorar el Holocausto, lo que cuesta mucho entender, tanto a supervivientes como a generaciones posteriores, es lo integradas que estaban muchas comunidades judías en toda Europa, y cómo esas vidas normales pudieron quedar tan completamente destrozadas en cuestión de años.
Liliana Segre, por ejemplo, vivía felizmente en Milán con su padre, Alberto, y sus abuelos. Iba a una escuela pública italiana donde lo pasaba bien con sus amigos, le gustaba leer y detestaba las matemáticas.
Y, sin más, en poco tiempo la expulsaron de su colegio y pasó a ser ignorada por la mayoría de sus amigos y objeto de burlas por parte de antiguos compañeros. Tenía ocho años cuando Mussolini aprobó las leyes raciales antijudías en 1938 y, a raíz de eso, descubrió —como muchos otros niños de familias seculares— que era judía. Hasta entonces, eso no había significado nada para ella, más allá de que ella y unos cuantos más jugaban en el pasillo mientras el resto tenía clase de religión. Ahora significaba que ya no podía ir al colegio. Para una niña de su edad, resultaba incomprensible y le hacía temer que ella hubiera hecho algo mal.
Ante la expulsión de los niños judíos de los colegios, se crearon escuelas judías privadas por toda Italia. Al padre de Liliana, Alberto, no le interesaban. Más allá de su ascendencia, nada en su vida cotidiana tenía demasiado que ver con el judaísmo. Su tía católica sugirió bautizarla y así fue: llevaron a Liliana al colegio de monjas en el instituto del convento de Santa Marcelina. Mientras recibía el bautismo, Liliana se giró y miró a su padre. Este lloraba tras de un pilar de la iglesia.
Dos años más tarde, cuando Mussolini anunció la entrada de Italia en la guerra, otros judíos de Milán comenzaron a emigrar. La familia Segre, sin embargo, se quedó.
En 1943, los nazis ocuparon el norte de Italia. Liliana y su padre intentaron escapar, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Arresto y deportación
El 7 de diciembre de 1943, Liliana y su padre intentaron pedir asilo en Suiza. Casi nada más cruzar la frontera, la policía suiza los paró y los devolvió a Italia, donde fueron detenidos inmediatamente.
Liliana pasó los dos meses siguientes en varias cárceles de Milán: Varese, Como y San Vittore, donde estuvo con su padre cuarenta días, en la sección de la prisión reservada para prisioneros judíos. Le alegró estar con su padre, poder volver a cogerle de la mano y no estar sola en la cárcel. El 30 de enero de 1944, los llevaron a la estación central de trenes de Milán. Los subieron a la fuerza a vagones de ganado abarrotados y los deportaron a Auschwitz-Birkenau. A los siete días de su llegada, separaron a Liliana de Alberto. No volvería a verlo nunca más.
Liliana, que era alta para sus trece años, pasó la selección. Acto seguido la obligaron a desnudarse y le dieron un uniforme de rayas. Un guardia de la prisión le tatuó un número de identificación en el brazo. No le raparon el pelo de entrada, sino que se lo cubrió con un pañuelo rojo que alguien le dio. Todavía lo conserva hoy en día. «Nos convertimos en Stücke, unidades», dijo.
«[...] tenía un vocabulario en alemán muy personal, que me acompañó durante todo mi encarcelamiento.
Se componía de tan solo unas pocas palabras, pero que tal vez signifiquen más que muchos discursos:
llorando
miedo
puñetazo
nieve
hambre
pan
dolor
¡muévete!
sola
siete-cinco-uno-nueve-cero»
Liliana pasó un año haciendo trabajos forzosos en una fábrica de municiones de Auschwitz.
Ya no estaba ahí cuando el campo fue liberado el 27 de enero. Un par de días antes, Liliana, junto con otras 60 000 personas, había sido evacuada apresuradamente por las tropas de las SS, que llevaron a los prisioneros en una larga marcha de regreso a Alemania para intentar encubrir sus crímenes. Forzados a caminar por la nieve a un ritmo brutal, muchos perecieron de agotamiento o fueron fusilados en las que ahora se conocen como las marchas de la muerte. Durante la travesía, dio con una mujer que había conocido a sus abuelos en el campo de concentración. Ellos creían que Liliana estaba a salvo en Suiza. Liliana creía que ellos estaban en casa. Sin embargo, también habían sido deportados y fueron gaseados en cuanto llegaron.
Pasó dos semanas en el campo de Ravensbrück en Alemania antes de ser trasladada a campos más pequeños, primero al Jugendlager (campo juvenil) vecino y luego a Malchow.
Cuando quedó claro que habían sido derrotadas, las fuerzas nazis evacuaron a todo el mundo que se encontraba en el campo. En la carretera, Liliana vio al comandante nazi del campo de Malchow tirar el arma, quitarse el uniforme y ponerse ropa de paisano. Por un momento, pensó en coger el arma y matarlo para vengarse. Al final, decidió elegir y honrar la vida.
Tras la guerra
Ida y vuelta al infierno.
Al acabar la guerra, Liliana era una sombra de lo que había sido. Con 14 años y pesando apenas 32 kilos, evitó por los pelos morir de una infección gracias a la penicilina que le dieron los soldados estadounidenses.
Volvió a Milán. Sus pertenencias habían desaparecido y no podía volver a su casa, ya que ahora vivía allí otra familia. Cuando el portero se dio cuenta de quién era la chica esquelética a la que había confundido con una mendiga, dio un grito de asombro.
Se mudó con sus abuelos maternos.
Era una niña que se volvió invisible. Y eso me sucedió incluso después de la guerra. Cuando, por pura casualidad, sobreviví y regresé a Milán, donde las ruinas humeaban aún, me encontré con antiguos compañeros de colegio que hacía años que no me veían. Me preguntaron: «Segre, ¿dónde has estado? No te he visto en el colegio».
Era una niña herida, una niña salvaje, una niña que ya no sabía comer con tenedor y cuchillo porque estaba acostumbrada a fressen, no a essen, a comer como un animal, no como una persona [...]. Me criticaban incluso los que me querían, que deseaban que volviera a ser la niña burguesa de buenos modales que antes había sido.
-Discurso en el Parlamento Europeo, 29 de enero de 2020
En 1948, conoció a Alfredo Belli Paci en la costa de Pésaro. Había pasado la guerra en varios campos de prisioneros alemanes por negarse a jurar lealtad a Mussolini. Cuando vio su tatuaje de Auschwitz, supo de inmediato lo que era. Se casaron tres años más tarde.
Por muchos años, Liliana no habló con nadie, ni siquiera con sus hijos, de lo que le había sucedido, excepto con su esposo y una amiga que había conocido en Auschwitz. «Era mejor no hablar que hablar y no ser comprendida».
Tras cuarenta años de silencio y un período de depresión grave, Liliana sintió que tenía que decirle a la gente lo que le había sucedido. Volvió a los comienzos: al convento de Santa Marcelina. Allí contó su historia a un pequeño grupo de monjas.
Y no ha dejado de hablar de lo que le pasó a ella y a su familia desde entonces. Con los años, el tamaño de los grupos ha ido creciendo y ahora habla principalmente en colegios y universidades.
El presidente Sergio Mattarella la distinguió por ello como senadora vitalicia en 2018. Fue un gran honor para Liliana. Este reconocimiento, no obstante, ha venido acompañado de sus correspondientes amenazas. La superviviente del Holocausto, de 94 años, está bajo protección constante debido a las amenazas contra su vida. Ella no deja que esto la detenga. «No pueden volver a expulsarme de la escuela. Soy libre. Si alguien quiere matarme, que lo haga, pero yo ya no voy a huir nunca más».
El mensaje de Liliana a Europa
Es difícil recordar estas cosas. Debo decir que llevo treinta años hablando en escuelas y ahora siento una gran dificultad psicológica para seguir, aunque sea mi deber hacerlo, y lo será hasta que me muera, porque he visto esos colores, he olido esos olores, he oído esos gritos, he conocido a gente en esa Babel de lenguas que hoy solo puedo recordar aquí, donde tantas lenguas se reúnen en paz, porque solo encontrando palabras comunes era posible comunicarse con los compañeros que venían de toda la Europa ocupada por los nazis.
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